domingo, 26 de septiembre de 2010

El invierno de Heidi



Este invierno boreal no iremos a Chile. Con suerte, tendremos una blanca navidad. Estaba reparando en que los fríos duran 8 meses, de octubre a abril y los últimos dos años hemos capeado uno o dos meses en el verano chileno. Me pregunto cómo será un invierno duro de verdad, temperaturas mínimas, días cortísimos, narices y pies helados las 24 horas y por varios meses.

Siempre he odiado el invierno. En realidad, no siempre. En mi época dark/grunge me encantaba, pero ya no soy ninguna de las dos cosas. Todo lo contrario. No tengo problemas en andar en una micro llena con 35 grados de calor porque sé que o habrá una piscina cerca, una cervecita helada, un helado, un fin de semana en la playa. Por eso me viene una nostalgia enorme. Los días largos y calurosos llaman a juntarse y salir. El invierno, todo lo contrario. Lo primero que se me viene a la cabeza es mirar la lluvia y la nieve por la ventana, andar con fiaca todo el día y sufrir sobredosis de chocolate caliente, pegada a un guatero todo el día, sola. Es que no tolero sentir frío.

Pero Heidi, la chiquilla de la pradera, me ha hecho ver las cosas de manera distinta. A Heidi, todo la impresiona: las nubes bajas y altas, las marmotas, los ciervos comiendo heno, la preparación de la leche, etcétera. Todo. En invierno, no puede ir con Pedro a pasear las cabras pero la desilusión le dura solo hasta que su abuelo le dice que le va a enseñar a preparar la leche y porque ve como la nieve se asoma por la ventana. Debo hacer un switch y empezar a agradecer y valorar este invierno largo que ya está empezando para que sea, no sólo llevadero, sino que inolvidable. ¿Por qué no?

Echarse a morir porque hace frío y está oscuro es perder el tiempo, que nunca es suficiente. La vida es demasiado corta para andar poniéndose exquisito decidiendo en qué meses lo voy a pasar bien y en cuales no. Prefiero la idea de estar viviendo la vida a concho, disfrutando cada momento, como Heidi, sorprendiéndome de cada cosa nueva, sin prejuicios. Sentir que uno inverna es bastante triste, es como morir un poco.

Así que pienso en las sopaipillas que Daniel me va a hacer, en los ricos platos calientes que vamos a comer, en lo rico que va a ser acostarse apretados a regalonear, ver tantas películas con un chalcito y una copa de vino, los picnics indoors, los cafecitos que nos vamos a tomar cuando nos toque salir, las galletitas que prepararé para mis amigos. Espero, eso sí, no subir de peso y, de hecho, buscar una forma de hacer ejercicios en la casa y también afuera. Y las calamidades del frío enfrentarlas profesionalmente, como un nativo: una buena parka, unos buenos guantes, el poco sexy cuello de polar. Para toda la familia.

Ahora con un hijo además, siento que no puedo tenerlo encerrado. Uno, porque se aburriría y dos, porque es lindo salir, ver los árboles peladitos y escuchar los ruidos de esta ciudad/pueblo. Y por lo mismo, será un invierno inolvidable, será el invierno en que veré a mi hijo crecer y convertirse en un toddler. Comenzará a gatear, a comer, a pararse, a expresarse de muchas formas. Que estúpida sería si cada sorpresa diaria la pusiera en un contexto con una connotación oscura y negativa para mí. Quiero que sea el mejor invierno de mi vida.

Pienso en Heidi en su invierno en la cabaña de los Alpes. Sin quejarse de absolutamente nada. Disfrutar de la compañía de su abuelo y de la naturaleza invernal, de sus días contemplando el fuego que calienta la leche y funde el queso. En fin, hay tanto de qué sorprenderse y qué descubrir que no tiene sentido cerrar los ojos y esperar a que sea mayo de nuevo.



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